martes, 17 de agosto de 2010

I. Introduccion

Había estado privado de sociedad humana.
Pero puede haber aprendido a hablar cuando era niño.
Recobró esta habilidad social particular
cuando reanudó su contacto con otras personas.
El muchacho de Nuremberg (1828)


Si bien la primera biblioteca popular, la Sociedad Franklin, se constituyó el 15 de abril de 1866 en la provincia de San Juan, es Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888) con la ley sancionada durante su mandato, quien se ha considerado propulsor de tales unidades de información (Dobra, 1999:1).
El 23 de septiembre de 1870, gracias al impulso del presidente Sarmiento y del ministro de Educación, Nicolás Avellaneda (1837-1885), se promulgó la Ley 419, conocida también como “Ley Sarmiento”, que dio origen a la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares. En la misma, se afirmaba que dicha Comisión “tendrá a su cargo el fomento e inspección de las bibliotecas populares, así como la inversión de los fondos” (Ley 419, 1870) nacionales, provenientes de las asignaciones del Poder Ejecutivo, destinados a la compra de textos para desarrollar el patrimonio de estas “asociaciones particulares”, situadas en cualquier población de la República.
Esta ley se hallaba dentro del marco de un programa de reformas generales cuyo objetivo era “educar al soberano”, esto es, al pueblo, ya que Sarmiento sostenía que el acceso igualitario a la educación garantizaba el progreso que en ese momento era sinónimo de civilización. Civilizar devino primordial y se tradujo en la realización del primer censo a nivel nacional durante los doce meses iniciales de mandato. Los resultados del mismo arrojaron que un 70 % de la población era analfabeta. A esta problemática se respondió con la creación de escuelas normales, públicas, la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas, el Colegio Militar, la Escuela Naval, entre otras acciones gubernamentales.
Desde esta perspectiva, las bibliotecas populares y públicas se convirtieron en agentes de civilización, esto es, de adquisición de cultura europea y, por consiguiente, de modelización de un tipo de ciudadano ideal para vivir en la Nación que se estaba formando. Por otra parte, las bibliotecas ya desde la Primera Junta,[1] habían sido pensadas con ese fin.
Ejemplo de esto es la Biblioteca Pública porteña, antecedente de la actual Biblioteca Nacional. Ésta hace su aparición en 1812 bajo la dirección del presbítero Dr. Luis José Chorroarín. En su “Reglamento Provisional”, donde aparecen los primeros intentos de sistematización de criterios de la práctica bibliotecaria (definición de roles y jerarquías en el personal, elaboración de índices y catálogos, pautas de comportamiento y atención, entre otros), (Parada, 2002) se puede vislumbrar que la biblioteca no es un mero “depósito” de libros sino también el archivo de las publicaciones oficiales y ámbito de sociabilidad y de intercambio de ideas (se establece que se podrá conversar y departir en los pasillos o en una habitación destinada al efecto). El autor especifica que esta institución es producto de un esfuerzo colectivo y “patriótico” de donaciones espontáneas, a la vez que una decisión que en el plano simbólico da testimonio de una determinada cultura política revolucionaria. Característica que continuaría en el imaginario de bibliotecarios, hombres de cultura, políticos como así también en la sociedad argentina misma.
No obstante, la Ley 419 se derogó en 1876, iniciando lo que Tripaldi (1998) denomina la “crisis de las bibliotecas populares” del siglo XIX. La cantidad de habitantes era cada vez mayor con la llegada de los inmigrantes y:
Lo cierto es que la escuela pública no alcanzaba a toda la sociedad. Para enfrentar ese problema fueron surgiendo, primero en los centros urbanos y después en distintas zonas rurales, las bibliotecas obreras (Corbière, 1982:6).
Estas bibliotecas obreras tomaron la posta dejada por la disminución de las populares a causa de la crisis política que evidenciaba el país hacia finales del siglo XIX. En consecuencia,
En 1895 existían sólo 58 bibliotecas de acceso público en todo el país, de las cuales apenas 3 contaban con un subsidio nacional, cuando fueron casi 200 las creadas y subvencionadas durante la vigencia de la Ley de Protección (1870-1876). En cuanto a la ciudad de Buenos Aires, sobre un total de 12 bibliotecas registradas en el Segundo Censo Nacional de Población (Capítulo VI, cuadro II) solamente 3 eran de acceso público -excluyendo la Biblioteca Nacional- las cuales se sostenían por una Sociedad ad hoc (Tripaldi, 1998:2).
Las bibliotecas populares que subsistieron durante este período casi no podían abrir sus puertas a los lectores, además de no contar con un acervo bibliográfico acorde a las necesidades del nuevo público masivo que había surgido.
Esto implicaba un gran vacío educativo respecto al momento en que fuera sancionada la Ley Sarmiento, que fue llenado por el surgimiento de las bibliotecas obreras, aquellas creadas por anarquistas, socialistas y católicos para fomentar sus ideas político culturales e integrar a los sectores populares, tarea nada fácil en una sociedad en la que el crecimiento demográfico era exponencial debido a la inmigración y la aparición, con ella, de nuevas ideologías.
Estas bibliotecas poseían características similares a las populares y fueron defendidas por personajes de la época:
El movimiento socialista se apoya en la ciencia, y ésta nos ayudará a resolver la cuestión (…) Es sabido que la única causa por la cual el pueblo trabajador no se afilia al partido socialista, y se deja explotar y humillar, es la ignorancia (…) Instruyámonos pues. Tenemos medios para eso en la BIBLIOTECA OBRERA y en la ESCUELA LIBRE (Klimann, 1898, citado por Tripaldi, 1998: 4).
Estas palabras del militante socialista Mauricio Klimann, quien fundó la Biblioteca Obrera y fue miembro de su comisión directiva, nos hacen pensar en algunas ideas de Sarmiento y de otros hombres del gobierno y la cultura respecto a la necesidad de instrucción para el progreso, en este caso, de la clase obrera. Efectivamente, ideas similares habían surgido al discutirse la Ley Sarmiento:
El medio más poderoso para levantar el nivel intelectual de una nación, diseminando la ilustración en todas las clases sociales, es fomentar el hábito de la lectura hasta convertirlo en un rasgo distintivo del carácter o de las costumbres nacionales, como sucede en Alemania y en Estados Unidos (...) es imposible obtener este resultado sin la difusión del libro, haciéndolo accesible a todas las personas, sobre todo cuando faltan las revistas, diarios y esos innumerables medios de publicidad para las ideas y los hechos que dan en otros países pábulo incesante a la vida intelectual. La necesidad de las bibliotecas se hace sentir en todas partes (Congreso Argentino, Diario de sesiones, 1870: 453).
El acceso a los libros se planteaba como una garantía de progreso para la vida en democracia y civilidad, que contribuía al afianzamiento de la Nación.
[1] Ya en los albores de la formación nacional, el primer gobierno argentino sostiene la importancia de la creación de una biblioteca nacional para la formación de los ciudadanos. Mariano Moreno en la Gazeta exhorta a “hombres sabios y patriotas” a la tarea de pensar y construir una biblioteca pública.

No hay comentarios:

Publicar un comentario